Un joven y brillante licenciado ingresa en el Servicio de Impuestos Internos.
Ansioso por su primera investigación, se inquietó un poco cuando le asignaron auditar a un rabino.
Revisar los libros y los impuestos era bastante sencillo y el rabino era claramente muy frugal, así que pensó en hacer su día interesante divirtiéndose un poco con el rabino.
«Rabino», le dijo, «me he dado cuenta de que compra muchas velas».
«Sí», respondió el rabino.
«Bueno, rabino, ¿qué hace con los restos de las velas?», preguntó.
«Buena pregunta», respondió el rabino. «En realidad, los guardamos y, cuando tenemos suficientes, se los devolvemos al fabricante de velas. Y de vez en cuando, nos envían una caja de velas gratis».
«Ah», respondió el auditor, algo decepcionado de que su insólita pregunta tuviera realmente una respuesta práctica.
Así que pensó en continuar, de la forma odiosa tradicional…
«Rabino, ¿qué pasa con todas estas compras de galletas? ¿Qué hace con las migas de las galletas?».
«Ah, sí», respondió el rabino con calma, «en realidad recogemos todas las migas de las galletas y cuando tenemos suficientes las enviamos en una caja al fabricante. De vez en cuando envían una caja de galletas».
«Ah», respondió el auditor, pensando muy bien cómo poner nervioso al rabino.
«Bueno, rabino», prosiguió, «¿qué hacéis con todos los prepucios de las circuncisiones?».
«Sí, aquí tampoco los desperdiciamos», respondió el rabino. «Lo que hacemos es guardar todos los prepucios y cuando tenemos suficientes los enviamos a Hacienda».
«¿A Hacienda?», preguntó incrédulo el auditor.
«Ah, sí», respondió el rabino, «Hacienda. Y más o menos una vez al año nos envían un pequeño capullo como tú».