Un sacerdote católico se dirige a Roma cuando se encuentra con un viejo amigo de la infancia.
“¡Dios mío, María!”, le dice. “¿Cómo has estado?”
“Oh, podría estar mejor”, dice ella. “Mi marido Robert y yo llevamos quince años intentando tener hijos, pero somos estériles”.
“Lo siento mucho”, dice el sacerdote. “Estoy de peregrinación en Roma, y prometo encender una vela por ti en la gran catedral”.
María le da las gracias y, tras charlar un poco más, se separan.
Cinco años más tarde, el sacerdote está cenando cuando llaman a su puerta. La abre y, para su sorpresa, es el marido de Mary, Robert.
“¡Me alegro tanto de haberte encontrado!”, exclama. “¿Recuerdas aquella vela que encendiste para Mary, hace años? Pues Mary y yo tenemos dos pares de gemelos y un par de trillizos, y acabo de enterarme de que está embarazada de cuatrillizos”.
Robert le entrega al cura un billete a Roma con todos los gastos pagados.
“¡Dios mío, Robert!”, dice el cura. “Tu alegría es mi alegría. No necesitabas darme un regalo de agradecimiento”.
“Oh no, no es un agradecimiento”, dice Robert,…
“Es para que puedas apagar esa maldita vela”.